«El triunfo del color» es el título de la exposición con la que la Fundación Mapfre se estrena en Barcelona y es el concepto que da sentido a una selección de obras de los museos de Orsay y de la Orangerie. La selección, que empieza con el impresionismo de Van Gogh y se cierra con la liberación del color que anuncia Matisse, transcurre por un conjunto excepcional de obras de arte que ayudan a entender perfectamente el proceso artístico que lleva a la llegada de las vanguardias.
Más allá, no obstante, del carácter didáctico que uno espera encontrar siempre en una exposición, lo que a mí realmente me fascinó de esta muestra es el carácter de itinerario iniciático que propone. Alejado como estoy del mundo de la crítica de arte pero inmerso dentro de las profundidades de la interpretación del patrimonio, mi mirada sobre la exposición fue más ingenua que la de mis compañeros historiadores del arte y, a diferencia de ellos , yo no eché de menos un discurso interpretativo. La propia selección de piezas y el orden y forma en que estaban expuestas me pareció que constituía por sí mismo un discurso interpretativo. Es decir, la exposición en sí misma era un instrumento interpretativo.
Casi sin darte cuenta, si te dejas llevar por los sentidos y pones atención a lo que los pintores te sugieren en cada obra, de forma imperceptible vas desvelando una idea, una revelación sobre el sentido de la pintura y el significado de la exposición .
A medida que pasaba de una obra a otra y me fijaba en los temas de las pinturas, en el encuadre de las escenas, en el estilo del trazo y de la pintura y, sobre todo, en la luz que es la madre del color, como decía, a medida que avanzaba por la exposición sentía que se abría ante mí un sentido que se hizo evidente de manera definitiva cuando llegué al Autorretrato sobre fondo rosa de Paul Cézanne.
En ese punto coincidí con Bernardo Laniado-Romero que me miró y me dijo «esta obra es excepcional». Como hacía pocos días que Bernardo me había hecho esta misma observación en su museo respecto al grabado Muerte de un fauno, una de las obras de la exposición «Picasso y los Reventós», y había quedado enamorado del grabado, decidí detenerme un rato ante el retrato de Cézanne. Al cabo de unos segundos ya me había dado cuenta de que, una vez más, había sido afortunado de tener cerca a Bernardo. El retrato me conmovió, especialmente la mirada interrogante y la expresión de seriedad conseguidas con el color y el trazo vigoroso.
Los cinco minutos que pasé delante del Autorretrato sobre fondo rosa supusieron una experiencia memorable, como la que me había proporcionado Muerte de un fauno y, mucho más lejos en el tiempo, como la que viví cuando tenía apenas 17 años en una exposición de Paul Klee. Ese día había viajado a Madrid con los compañeros de COU y los profesores de dibujo y de historia del arte del Instituto Alexandre Deulofeu de Figueres (Girona). El objetivo del viaje era visitar el Museo del Prado. Tras pasar todo el día en la pinacoteca, el profesor de dibujo insistió en que teníamos que ir a ver una exposición de Paul Klee pero nadie tenía ganas de visitar nada más. Fuimos a regañadientes y recuerdo como si fuera ahora que empezamos a ver la exposición como una pandilla de mangantes hasta que acabamos con la paciencia del profesor de dibujo que, lejos de pegarnos la bronca, nos dijo con vehemencia que estábamos perdiendo una oportunidad única de vivir una experiencia estética memorable. Nos cogió a todo el grupo, éramos pocos, no más de seis, y nos llevó por la exposición de obra en obra haciéndonos ver el sentido del dibujo, de la composición, acercándonos al lenguaje estético de Klee hasta llegar a hacernos vivir una experiencia estética que, casi cuarenta años después, aún recuerdo como una de las mejores de mi vida.
¿Qué tienen en común estas tres experiencias memorables, la de Cézanne, la de Picasso y la de Klee? Pues que en todas ellas una persona con dominio del lenguaje artístico había hecho de mediador entre la obra y yo, ayudándome a mirar de una manera determinada, ayudándome a hacer las preguntas adecuadas, ayudándome a leer un poco más allá.
Y esto me lleva a una cuestión que tratamos con los compañeros bloggers al final de la visita, mientras disfrutábamos de una excelente experiencia sensorial gastronómica ¿cuál es el papel de la interpretación en las exposiciones de arte?
Una opinión muy extendida entre la gente de los museos y de la crítica del arte es que el arte, especialmente el contemporáneo, no necesita interpretación pues las obras son ellas mismas un instrumento de interpretación estético inigualable por ningún otro instrumento.
Normalmente esta opinión parte de una idea equivocada de interpretación pensada únicamente como herramienta didáctica dedicada a explicar historia del arte cuando la interpretación desde sus inicios ha intentado huir de esta dimensión. La interpretación es provocación basada en preguntas y emociones orientadas a despertar la curiosidad de otros conocimientos. Y en este sentido, tal vez es cierto lo que decía Freeman Tilden, que no hay mejor instrumento de interpretación que el ser humano. Yo creo que en relación al mundo estricto del arte contemporáneo, Tilden acierta pues, al menos en mi caso, las mejores experiencias interpretativas han venido de la mano de personas que han sido capaces de hacerme pensar y de abrirme la puerta de la emoción del arte.