Alimentum Pauperum: los pobres y el origen del patrimonio eclesiástico

Manel Miró

Publico hoy un estudio sobre la relación existente entre los orígenes del patrimonio de la Iglesia y la asistencia a los pobres, lo que en los textos se conoce como alimentum pauperum (el «alimento de los pobres»). Esa relación pone en evidencia el conflicto sobre el concepto de pobreza entre las diferentes corrientes del pensamiento cristiano y las consecuencias sociales y políticas que de él se derivaron.

INTRODUCCIÓN

Este estudio parte de un hecho conocido, durante toda la Edad Media y hasta la aparición de los Estados modernos surgidos bajo el empuje de la burguesía, la Iglesia fue la única organización que dedicó especial atención a la asistencia social, que se convirtió en monopolio exclusivo de ella. La primera pregunta que quería responder este trabajo era ¿por qué fue la única? La respuesta es doble. Por un lado, desde la desaparición del Estado romano en Occidente, no existe, fuera de la Iglesia, ningún tipo de poder público que pudiera o quisiera afrontar las cargas que la asistencia a los pobres suponía. Esta respuesta explica por qué fue la única pero no explica, y esto es lo más importante, por qué se dedicó a ello.

Este trabajo, pues, pretende responder a una doble pregunta: ¿Por qué la Iglesia se dedicó a la asistencia a los pobres? y ¿cómo lo hizo?

La primera pregunta es respondida en la primera parte del trabajo, en la que se sintetiza el concepto cristiano de pobreza y se expone, a grandes rasgos, la evolución que sufrió la figura del pobre, es decir, aquél a quien se dirigió, desde el siglo III al XII, la obra asistencial de la Iglesia.

Para el desarrollo del capítulo I.1, me he basado en los libros de M. Cavillac, P. Bonnassie y E. Fromm, citados en la bibliografía, así como en algunos textos referentes a la pobreza extraídos de los evangelios. Este capítulo resume la base ideológica de la obra asistencial de la Iglesia, lo que podríamos llamar su “política social”, al mismo tiempo deja constancia de las críticas a esa ideología, que en muchos casos responde a los intereses de los grupos sociales dominantes.

El capítulo I.2 está muy relacionado con la evolución de la sociedad, por ese motivo he utilizado libros que tratan el tema del desarrollo social. Para el apartado I.2.1, el libro de F. Maier; para el I.2.2., el de P. D. King y el de G. Duby sobre los “Tres Órdenes”; para el I.2.3. el libro de J. Dhondt, “Guerreros y campesinos” de G. Duby, el libro de P. Bonnassie, el artículos de Russell sobre la población europea medieval y el artículo de L. Genicot sobre los pobres de la región belga del Namurois.

La segunda parte del trabajo está dedicada a responder la otra pregunta que nos hacíamos al comienzo de esta introducción, es decir, ¿cómo llevó a cabo la Iglesia su obra asistencial?

El capítulo II.1 está dedicado a la “parte de los pobres”, esto es, a los medios que la Iglesia dedicó a su obra asistencial. Este capítulo pone de manifiesto que la ayuda a los necesitados fue la excusa para crear el patrimonio eclesiástico, al mismo tiempo que resume la evolución que sufrió, tanto en su forma como en su volumen, la “parte de los pobres”. Para este capítulo he utilizado, básicamente, los libros de P. Petit y P. Bonnassie, así como algunos textos significativos sacados de los Evangelios, las epístolas de San Cipriano y los Concilios visigodos.

En el capítulo II.2, se hace un breve resumen de las instituciones de asistencia eclesiásticas, es decir, de cómo y para qué se utilizó la “parte de los pobres”. La infraestructura asistencial de la Iglesia es el resultado lógico de su “política social”, allí donde más claramente se ven los intereses y objetivos de la Iglesia.  Para la descripción de la “matrícula de los pobres” y el “xenodochion” he utilizado el artículo de M.Rouche; en el tema de la asistencia a los pobres en la España visigoda sigo, con precaución, el trabajo de J. Orlandis: para la asistencia monástica sigo las conclusiones de W. Witters; las noticias sobre hospitales de pobres en Cataluña y la descripción de la “Confraternitat de Nostra Senyora d’Ivorra” las he tomado del volumen misceláneo dirigido por M. Riu “La pobreza y la asistencia a los pobres en la Cataluña medieval”: en la valoración global del significado de las cofradías sigo las conclusiones de R. Fossier.

I. LAS BASES IDEOLÓGICAS

I.1.- EL CONCEPTO CRISTIANO DE POBREZA.

El principal interés de este trabajo se centra en el papel desempeñado por la Iglesia medieval en materia de asistencia social. Dado que ésta siempre se expresa en el marco de una “política social” determinada, es necesario, en primer lugar, delimitar los fundamentos ideológicos sobre los que la Iglesia levantará su infraestructura asistencial. ¿Cuál fue el concepto cristiano de pobreza? ¿Cómo enfocó la Iglesia el problema que le planteaban las demandas y necesidades de los grupos sociales menos favorecidos económicamente?

Los teóricos de la Iglesia, ya desde la época patrística, se vieron obligados a hacer verdaderos malabarismos intelectuales para poder combinar una doctrina que afirmaba “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos”[1], con una realidad que hacía de la Iglesia uno de los miembros más poderosos de la sociedad y la legitimadora, desde su comunión con el Estado romano, de un sistema social basado en la desigualdad y subordinación trascendente e inmutable de los individuos[2] (la máxima expresión teórica de este sistema de relaciones sociales es la teoría de los “Tres Órdenes”, emanada del pensamiento eclesiástico del siglo XI[3]. La ortodoxia cristiana quedó fijada en el Concilio de Nicea (325), convocado por el emperador Constantino para ese fin. La ideología que inspiró este concilio tenía como centro de interés principal apoyar, desde la religión, los intereses de los grupos sociales dominantes, de cuyas filas habían salido los obispos reunidos en Nicea. La lucha contra la herejía “milenarista”[4] (defensora de la pobreza como forma de vida e incansable fustigadora de la riqueza del clero) se convirtió en el primer objetivo de la Iglesia nicena. Según E. Fromm, la transformación del dogma de Cristo operada en el Concilio de Nicea “es la expresión de un cambio sociológico, es decir, el cambio en la función social del cristianismo. Lejos de ser una religión de rebeldes y revolucionarios, esta religión ahora de la clase dirigente estaba determinada a mantener las masas en un estado de obediencia y a conducirlas”[5].

Si la Iglesia surgida del Concilio de Nicea aceptaba la desigualdad social como hecho indiscutible (aunque todos fueran iguales a los ojos de Dios), refrendando con su autoridad moral (y también material) los intereses de la clase dominante, su idea de la pobreza y de sus deberes para con los pobres debía estar en relación con su mentalidad aristocrática. Frente a la interrogación permanente que le planteaba la miseria, las respuestas de la Iglesia fueron diversas. De manera general (especialmente entre los miembros del gobierno de la Iglesia) la pobreza no era considerada como un problema social, sino como un problema metafísico: formaba parte del orden terrenal, en pie de igualdad con las restantes plagas y azotes. Era el castigo por el pecado original y por la maldad humana. Así, la Iglesia, teniendo en cuenta la responsabilidad colectiva de los hombres en la práctica del mal, sacó como consecuencia su necesaria solidaridad ante la desgracia[6]. Ello trajo consigo la creación de instituciones caritativas, mantenidas por medio de la limosna. Ahora bien, el socorro a los pobres, como veremos más adelante (II.1), no representó más que una muy pequeña parte de los recursos (inmensos) que la limosna piadosa drenaba hacia los santuarios.

Como recuerda M. Cavillac[7], la mendicidad fue un componente esencial del sistema feudal. En la mentalidad de la época al pobre no sólo se le aceptaba por acatamiento de un orden natural, querido por Dios e inmutable (según el pensamiento eclesiástico) sino que se le reverenciaba en cuanto imagen providencial de Jesucristo en la tierra[8], o en cuanto pecador elegido para expiar sus culpas en este mundo. Durante la Edad Media, el vagabundeo de los desheredados estuvo preñado de sentimiento religioso, positivo o negativo. Para la teología cristiana tradicional, la presencia de los menesterosos es un hecho intangible, que participa del equilibrio de la estructura social. El mismo Cristo profetizó que siempre habría pobres en la tierra, para recordar a los hombres que los bienes materiales son tan transitorios como eternos los bienes espirituales. La Sagrada Escritura abunda en anatemas contra los opulentos y en bendiciones a quienes socorran a los pobres: la caridad es un privilegio de los humildes y un deber sagrado de los ricos. La justicia sólo pertenece al dominio del más allá. En el Reino de los Cielos, advierte el evangelista Mateo, “muchos primeros serán últimos y muchos últimos primeros”[9]. Así, puede darse la paradoja de que, idealmente, el pobre sea considerado como el verdadero rico, puesto que goza de las riquezas espirituales. Dentro de esa perspectiva, el problema de la mendicidad se conceptuaba exclusivamente en términos éticos[10]. Lejos de aparecer como una lacra social, la pobreza era una gracia divina, pues permitía, además, que el rico se salvara merced al poder purificador de la limosna. En la práctica, tan necesarios venían a ser los indigentes como los poderosos. En efecto, a lo largo de los siglos medievales, pobreza y riqueza no son nociones antagónicas, sino complementarias; en aquella sociedad estamental de estricta jerarquización vertical, donde cada elemento debe concurrir con sus características propias a la armonía espiritual y material del conjunto, la caridad asume una función reguladora, ya que gracias a ella se subliman las tensiones internas del cuerpo social. Esta dialéctica del pobre y del rico, “socialmente conservadora, y moralmente tranquilizadora para las clases acomodadas, domina toda la literatura cristiana desde los Padres de la Iglesia (San Cipriano, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San Agustín) hasta los teólogos contrarreformistas del siglo XVI: sólo la fe con obras salva, las peregrinaciones medievales ilustran la fuerza de este axioma”[11].

Al proclamar la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida activa, el cristianismo contribuía a mantener a los desheredados al margen de las luchas sociales (no hubo nunca revueltas de mendigos), pero también ayudaba al mismo tiempo al desarrollo de la mendicidad. Si en un principio ambos factores concordaban con las estructuras rígidas de la economía feudal, podrían convertirse, a la larga, en un fermento de disturbios, cuando el hambre impulsase a los grupos de los desvalidos a volverse contra la crueldad de los privilegiados. A partir del siglo XIV, coincidiendo con el inicio de la gran y definitiva crisis del feudalismo, son cada vez más frecuentes los estallidos de violencia en los que los oprimidos (en su mayoría campesinos duramente castigados por las exacciones señoriales) liberaban su potencialidad subversiva. Los frailes mendicantes azotaron muchas veces con sermones estos alborotos. En nombre del ideal evangélico, fustigaban la dureza de corazón de los ricos, sin exceptuar al clero secular, cuyo lujo se les antojaba un insulto para con los hermanos de Cristo. Ubicadas preferentemente en los núcleos urbanos, a donde solían acudir los marginados (mendigos profesionales, campesinos, campesinos sin tierra, oficiales sin empleo), las Ordenes mendicantes no sólo exaltaban el papel mesiánico de la pobreza, sino que aportaban a los menesterosos una ideología igualitaria, basada en su derecho a los bienes injustamente atesorados por los ricos[12].

Esta ideología igualitaria, fermentada durante años en el seno de las herejías de raíz milenarista fue perseguida constantemente por el gobierno de la Iglesia desde los tiempos del Concilio de Nicea. La creación de la Inquisición (actualmente llamada Congregación para la Doctrina de la Fe) no perseguía otro fin.

En resumen, desde los Padres de la Iglesia y durante toda la Edad Media, la pobreza fue considerada por la Iglesia como un estado de gracia y no como el resultado de una mala distribución de la producción. Por tanto, nunca se planteó el tomar medidas para acabar con ella sino para protegerla, ese fin tenían las instituciones de caridad. Esta idea paternalista con respecto a la pobreza se ha mantenido viva en la Iglesia hasta hoy en día. Si bien en el seno (a menudo en los márgenes) de ésta siempre han existido distintas posturas con respecto a la pobreza, los miembros el gobierno de la Iglesia (como afirma el último documento emanado de la Congregación para la Doctrina de la Fe) siempre han defendido “un amor preferencial por los pobres frente a una opción preferencial por los pobres”[13] .

I. 2.- LA FIGURA DEL POBRE: SU EVOLUCIÓN.

Una vez establecido el concepto cristiano de Pobreza, es necesario definir el sujeto de esa definición: los pobres. El concepto de “pobre”, en el marco cronológico que nos hemos marcado, sufrió una evolución que está en relación con el desarrollo de las formaciones sociales que se suceden del siglo III al XII.

I. 2.1.- El Bajo Imperio Romano (siglos III al V).

Para esta época no contamos con ningún texto que nos hable explícitamente de los “pobres” (sólo la Iglesia habla de la Pobreza, pero refiriéndose a ella como un hecho metafísico, desligado de la realidad social). No obstante, la existencia de una masa de gente desarraigada, separada de los medios de producción y condenada por ello a la indigencia, se puede constatar en la lectura de las crónicas que se han conservado en este tiempo.

El Estado romano de los siglos III al V es absolutista. La crisis estructural que ha sufrido el Imperio desde su fundación en tiempos de Augusto, ha conducido a éste hacia una forma de gobierno que pretende controlar todos los ámbitos de la vida romana[14]. Por lo que respecta a nuestro tema, interesa destacar que por primera vez en la historia de Roma se crea una institución dedicada a la ayuda a los pobres, la llamada “matrícula de los pobres”, de la que más adelante hablaremos.

Durante el Bajo Imperio, los “pobres” frecuentemente se organizan en grupos armados. Su existencia sólo la conocemos en cuanto que su respuesta a la rapacidad estatal y de los propietarios latifundistas fuera violenta. Ya desde finales del siglo II, aparece en las crónicas el nombre de “Bacaudae”. Con este apelativo se designa a grupos de hombres organizados en bandas y dedicados a saquear ciudades y propiedades de aristócratas latifundistas (incluidos entre ellos los obispos). Todas las fuentes que conservamos miraron los hechos con los ojos de los propietarios, de ahí que los objetivos que perseguían los bagaudas y las causas de su existencia nos sean desconocidos[15]. Los cronistas los consideraron malhechores y bandidos. Nadie nunca se planteó los motivos que llevaron a un gran número de gentes (de gran variedad, entre ellos había desde esclavos hasta médicos) a “echarse al monte”; nunca se relacionó su situación económica y social con su respuesta violenta contra el sistema. La maldad y la codicia, innatas en los hombres de baja extracción, lo explicaba todo.

Cuando el Cristianismo haya arraigado ya profundamente en la sociedad romana (ss. III y IV), veremos cómo los conflictos provocados por la situación de indigencia de muchos individuos tomarán un cariz religioso, los enfrentamientos sociales, la lucha de clases se expresará a través de la controversia dogmática. Los herejes montanistas, circuncelliones, donatistas, priscilianistas[16], se enfrentarán a las altas jerarquías eclesiásticas porque, como decía San Jerónimo, éstas “después de haberse arrimado a los príncipes cristianos se habían hecho mayores en poder y riqueza, pero menores en las virtudes”[17]. El ideal de vida evangélica y de pobreza será la bandera de estos grupos heréticos, que constituyen el primer brote cristiano del movimiento milenarista[18] que tan importante papel jugará en la Europa medieval.

I.2.2.- Invasiones y reinos germánicos (siglos VI al IX).

Las reacciones violentas que se produjeron durante el Bajo Imperio, protagonizadas por los grupos sociales más castigados económicamente, son el último y desesperado intento de frenar el proceso social que tenía como objetivo la creación de unas nuevas relaciones de producción de tipo feudal. La caída definitiva del Imperio Romano en Occidente (476), acompañada de la creación de los reinos germánicos en los que la Iglesia casi controla el aparato del Estado, confirmará la definitiva victoria de la clase latifundista feudal. La estructura social de los reinos germánicos la conocemos a partir de textos legales (civiles y canónicos). En ellos los hombres libres se dividen en “honestiores” y “humilliores”, la justicia no se aplicará de igual manera a ambos grupos. Así pues, la desigualdad social dejaba de ser “de facto” para tornarse “de iure”[19].

A principios el siglo VII, Isidoro de Sevilla, que había distribuido en tres libros un tratado de moral cívica, eligió exponer en primer lugar los deberes de los obispos, luego el de los príncipes, por último habló de los “opresores de los pobres”. Isidoro no se dirigió directamente a los pobres como lo hizo con los demás sino a sus jefes, no los consideró en absoluto activos ni con obligaciones particulares, sino pasivos y como víctimas especiales que necesitaban ser protegidas con prohibiciones tutelares[20]. Para Isidoro de Sevilla, los “pobres” son el pueblo que sufre la opresión de los poderosos. Así pues, los “humilliores” de los textos legales se confunden con los “pauperes” que se citan, por ejemplo, en el canon XXXII del IVº Concilio de Toledo: “Los obispos no rehúsen el cuidado que Dios les ha impuesto de proteger y defender al pueblo. Y por lo tanto, cuando vean que los jueces y poderosos se convierten en opresores de los pobres (“pauperum oppressores”), les reprenderán como obispos”[21]. Cuando San Isidoro o los redactores de IVº Concilio de Toledo hablan de los “pobres” no se refieren a un grupo concreto de la población que no pueda cubrir sus necesidades, sino a todos aquellos que no tienen obligaciones particulares, esto es, responsabilidad de gobierno.

I.2.3.- La Alta Edad Media (siglos X al XII).

En estos siglos asistimos a la consolidación del sistema feudal. La evolución de la época anterior tiene su culminación en el nuevo orden social que se instaura en este tiempo: adscripción del hombre a su lugar de trabajo y a un señor feudal (servidumbre), tripartición de la sociedad (clero, guerreros y campesinos), privatización de las relaciones feudo-vasalla ticas[22].

Estos siglos están marcados por el crecimiento económico: “Durante los decenios que enmarcaron el año Mil se perfilan en el cuerpo de Europa los trazos de una nueva disposición de las relaciones humanas: eso que los historiadores suelen llamar feudalismo… Una mutación así de los cimientos políticos y sociales se ajustaba sin discusión a las disposiciones de una economía agraria dominada por una aristocracia reforzada por sus empresas militares. Pero al mismo tiempo repercute de manera muy directa sobre la evolución económica. Viene a enmarcar a ésta en un nuevo orden, cuyos beneficios actuaron sin duda de manera determinante sobre el desarrollo interno de la economía europea… La impulsión del crecimiento interno europeo cohesionado por la economía debe situarse en última instancia en la presión que ejerció el poder señorial sobre las fuerzas productivas. Esa presión cada vez más intensa resultaba del deseo que compartían clérigos y guerreros de realizar más plenamente un ideal de consumo a mayor gloria de Dios o personal suya. En el siglo XI y en el XII, los límites de ese deseo se expandieron sin cesar…”[23].

El factor demográfico en este proceso de crecimiento económico no ha sabido aún situarse en su lugar[24]. ¿Fue causa o consecuencia? Lo que todo el mundo acepta es que alrededor del año Mil se produjo un incremento notable de la población[25]. Este es un hecho a tener en cuenta, puesto que a partir de este momento las crisis de subsistencias serán más frecuentes y dolorosas.

Dentro de este período debemos distinguir dos etapas. La primera abarca todo el siglo X. En este momento se sitúa lo que ha venido en llamarse “revolución feudal”[26]. En todo el Occidente cristiano las monarquías germánicas pierden el control de Estado (en España el reino visigodo lo había hecho ya en el 711 a causa de la expansión musulmana), las funciones públicas quedan en manos de una aristocracia feudal (en la cual debemos incluir a las altas jerarquías eclesiásticas) que se reparte el territorio. Es el momento dorado de los señores territoriales, que desde su castillo imponen su ley mediante el uso de la fuerza armada. A finales del siglo IX, Hinomar, arzobispo de Reims, define a los pobres como “los varones adultos de condición libre que no pueden defenderse: el grupo de los pobres constituye la parte desarmada del pueblo”[27]. Esta definición entronca directamente con la de San Isidoro, pero le da un nuevo matiz. Para San Isidoro son pobres los que están desvinculados de los órganos de decisión, estamos aún dentro de una sociedad organizada sobre un derecho real: mientras que para Hinomar los pobres son los desarmados, los indefensos, esta afirmación está íntimamente vinculada con el carácter violento y militarista de este siglo, donde el derecho está en manos de señores que ostentan un poder territorial (el “ban”) en su distrito y lo hacen cumplir mediante la violencia de sus “mesnadas”.

La segunda etapa a la que hacemos referencia, abarca los siglos XI y XII. Durante este tiempo el crecimiento demográfico y las crisis de subsistencias provocan una diferenciación en el grupo social de los “pobres”, aquéllos que cuentan con medios para hacer frente a las calamidades (o no son afectados por ellas) y aquéllos que se ven desposeídos de los medios de subsistencia: los mendigos. El número de mendigos no puede evaluarse, ni tan siquiera aproximadamente, puesto que no cesaría de variar un sólo instante[28], según las épocas e incluso de un año a otro, ya que cualquier mala cosecha hacía aumentar considerablemente el grupo. En todo caso, siempre fue muy elevado[29]: los mendigos pululaban ante los pórticos de las iglesias, se apretujaban a lo largo de los caminos de peregrinación, formando bandas amenazadoras. A partir del año Mil aproximadamente el abismo que existía entre la opulencia del alto clero y el desamparo del “pequeño pueblo” fue piedra de escándalo para muchos cristianos. Nació entonces una corriente de protesta que la emprendió violentamente con la jerarquía eclesiástica, al tiempo que, como reacción, celebraba con estrépito las virtudes de la indigencia. El pobre (especialmente aquel pobre entre pobres que era el mendigo) se convirtió en un elegido de Dios, en la imagen viva de Cristo, quien voluntariamente había querido encarnarse en una naturaleza pobre. Los predicadores errantes que enseñaban eso mientras ellos mismos practicaban la mendicidad, suscitando el entusiasmo de numerosos discípulos, serían fustigados durante mucho tiempo como herejes: por ejemplo, Pedro de Bruis, Enrique de Lausana, Pedro Valdés o, a finales del siglo XII, los primeros perfectos cátaros[30]. Con todo, esa corriente acabaría por instalarse en el mismo corazón de la Iglesia dando lugar, a comienzos del siglo XIII, a la fundación de las órdenes mendicantes (franciscanos, por ejemplo).

Los textos de los siglos XI y XII[31] hablan frecuentemente de “pauperes”. En ellos, esta palabra se aplica a gentes desprovistas de recursos y no, según la interpretación que los eruditos de las épocas visigoda y carolingia habían avanzado, esto es, los simples por oposición a los grandes.

Este cambio en la concepción del pobre ¿a qué es debido? Sin duda alguna al hecho que antes apuntábamos: el crecimiento demográfico fue superior al del rendimiento de la producción, lo cual provocó crisis de subsistencias periódicas. El hambre y las epidemias que la subnutrición provocaba fueron como una espada de Damocles que pendió siempre sobre la Europa medieval. El hilo que sujetaba esa espada se rompió muchas veces. La Pobreza no fue asunto únicamente de contingencias, de accidentes, sino principalmente de estructura económica. Al lado de mendigos, vagabundos, marginados de todo género (la mayoría de ellos lo eran como consecuencia de un problema físico, ciegos, cojos, mancos, leprosos, que no tenían una familia que les ayudase a superar o soportar su mal) hay también campesinos, muy numerosos, cuyas dificultades son consecuencia de la insuficiencia de las tierras que explotan.

II. LOS MEDIOS DE LA ASISTENCIA.

II.1.- LA PARTE DE LOS POBRES

En los Hechos de los Apóstoles[32] tenemos una descripción de la primera comunidad cristiana: “La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común… No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según sus necesidades”. Este texto, escrito a principios del siglo II, nos pone en relación, si bien de forma indirecta, la creación en el seno de la Iglesia (la comunidad de fieles) de unos medios económicos (patrimonio) con la ayuda a los necesitados. Esta ayuda servirá de excusa para la creación del patrimonio eclesiástico, dado que, como veremos a continuación, el uso de los bienes eclesiásticos (pomposamente llamados “el alimento de los pobres”) no se dedicó única ni principalmente a la ayuda a los necesitados.

Desde que Pedro tomó las riendas de la pequeña comunidad cristiana después de la muerte del Maestro, observamos un cambio ostensible en la dirección que debían tener las limosnas, esto es, las donaciones de los fieles. Dos ejemplos, sacado uno del Evangelio de Mateo y el otro de los Hechos de los Apóstoles, ilustrarán este cambio. Jesús de Nazareth no cesó a lo largo de su predicación de fustigar a los ricos y ensalzar a los pobres. A la pregunta de un joven rico que quería saber cómo podía alcanzar la vida eterna, Cristo respondió: “Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme”[33]. Aquí, Cristo se nos muestra como un hombre alejado de las preocupaciones materiales; para él, la riqueza, la posesión de bienes, no es más que una atadura que aparta a los hombres del verdadero mundo que está más allá de la muerte. No en vano Cristo había dicho: “Mi Reino no es de este mundo”[34].

El segundo ejemplo al que hacíamos referencia narra el “fraude de Ananías y Safira”: “Un hombre llamado Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad, y se quedó con una parte del precio, sabiéndolo también su mujer; la otra parte la trajo y la puso a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: -Ananías, ¿cómo es que Satanás lleno tu corazón hasta inducirte a mentir al Espíritu Santo, quedándote con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres sino a Dios-. Al oír Ananías estas palabras cayó y expiró. Y un gran temor se apoderó de cuantos lo oyeron”[35]. El desprecio del mundo que aparentaba Cristo en el texto anterior contrasta con esta imagen de Pedro como administrador de los bienes de la comunidad. Como nos ilustran estos ejemplos, para Cristo la caridad era un acto de acercamiento a Dios, un paso en el camino de la perfección. No era tan importante su destino ni posterior utilidad en manos de los pobres como el hecho de desprenderse de ataduras terrenales. Al contrario, para Pedro la limosna no es para el vago término “pobres” utilizado por Cristo, sino para los apóstoles (representantes del Espíritu Santo), a los que podemos considerar como los miembros del primer gobierno de la Iglesia. En sus manos estará el repartir “a cada uno según sus necesidades”.

Tenemos pues, definidos los motivos que llevaron a la Iglesia a crear un patrimonio y, lo que es más importante, el mecanismo de acumulación, administración y distribución de los bienes eclesiásticos: la necesidad de “desprenderse del mundo” impelerá a los fieles a desprenderse de posesiones terrenales que serán traspasadas a las manos del gobierno eclesiástico, el cual se encargará de administrarlas para poder luego distribuirlas entre los necesitados. Esta es la teoría, ahora veremos cual fe la práctica.

El siglo III es de una importancia vital para el cristianismo. La religión de Cristo penetra los medios cultos y oficiales de la sociedad romana, resiste persecuciones violentas pero breves[36]. La Iglesia se organiza material y doctrinalmente, sacando provecho de muchos decenios de tranquilidad. A finales de este siglo, los cristianos son lo bastante numerosos y están lo bastante organizados y armados espiritualmente, para que la última gran persecución, la de Diocleciano, se convierta en un estrepitoso fracaso del paganismo[37].

Con la conversión al cristianismo de muchos miembros de los grupos sociales pudientes durante el siglo III (el cristianismo oficial por estas fechas había abandonado definitivamente los rasgos revolucionario-mesiánicos que habían caracterizado su origen judío) y mediante el mecanismo de acumulación de bienes de la Iglesia, ésta incrementó sustancialmente su patrimonio. ¿A qué se destinó éste? Básicamente, a mantener un importante número de especialistas religiosos (el clero, que recibía el “stipendium” de manos del obispo) y una infraestructura (edificios de culto y reunión, cementerios) que se extendía ya por la mayoría de ciudades del Imperio. No obstante, la ayuda a los hermanos necesitados no se ha olvidado, aunque ya en este momento el volumen de la “parte de los pobres” no es más que una pequeña parte el total de los bienes eclesiásticos: “Por lo que hace a la distribución del dinero, tanto los que están encarcelados por haber confesado gloriosamente al Señor, como a los que perseveran constantes en el Señor a pesar de su pobreza e indigencia, pido que nada les falte, pues toda la pequeña cantidad que se recogió fue distribuida entre el clero para cosas así, de manera que fueran más los que tuvieran de donde sacar para acudir a las necesidades y angustias particulares” [38]. Hemos de remarcar que la ayuda eclesiástica a los necesitados se circunscribe en esta época a los hermanos de religión. Es decir, sólo aquél que era cristiano recibía la ayuda del clero cristiano.

La legalización del cristianismo a principios del siglo IV (Edicto de Milán promulgado por el emperador Constantino en el año 313) es la consecuencia lógica de su penetración social. Con la conversión de Constantino, el cristianismo contará con un nuevo y poderoso aliado. En el 312 ordena que se restituyan a las comunidades cristianas los bienes confiscados durante la persecución de Diocleciano. Poco después libera a los miembros del clero cristiano de las cargas públicas (impuestos), lo que equivale a reconocerles dentro del Estado la misma situación que el clero pagano. Hacia el 318 da a la Iglesia el derecho de recibir legados y donaciones, lo que hace aumentar considerablemente sus recursos; al mismo tiempo que crea una jurisdicción episcopal en menoscabo del monopolio judicial del Estado[39].

La política religiosa de los sucesores de Constantino, encaminada a acabar con el paganismo, tendrá su culminación en el Edicto de Tesalónica del 380, promulgado por Teodosio, por medio del cual el cristianismo se convierte en la religión oficial y única del Imperio romano. En este momento, los bienes de los templos paganos pasan a manos de la Iglesia[40]. A principios del siglo V y durante la época de los reinos germánicos los recursos y medios materiales de la Iglesia son ya inmensos. El patrimonio eclesiástico lo componen, básicamente, propiedades territoriales con los hombres que las trabajan, aunque también eran muy importantes los tesoros acumulados en metales (moneda y material litúrgico) y piedras preciosas. La Iglesia, ya desde sus primeros tiempos, consideró sus posesiones inalienables; ello se deriva del carácter “público” de los bienes eclesiásticos, son el “alimenta pauperum” como repiten constantemente los textos conciliares. La plena propiedad sobre el patrimonio eclesiástico sólo la posee la Iglesia entendida ésta como la comunidad de los fieles y no como la parte clerical de la misma. El clero no es más que el administrador de estos bienes, encargado de salvaguardar la integridad del patrimonio, incluso cuando éste intenta ser devuelto a sus teóricos titulares (los pobres), tal como intentó hacer el obispo Ricimiro de Dumio en su testamento, que fue impugnado por el clero hispánico en el Xº Concilio de Toledo (656) aludiendo que “los pobres no padecían ninguna necesidad extraordinaria”[41]. La inalienabilidad del patrimonio permitió la acumulación de bienes que se incrementaron constantemente mediante las donaciones de los fieles. La legislación conciliar incide tajante y repetidamente en prohibir a los clérigos apropiarse de los bienes de la Iglesia, tan tajante y repetidamente que hace pensar que muchos miembros del clero consideraban de su propiedad particular los bienes que se les había encargado administrar.

Durante los siglos de la Alta Edad Media, si bien la limosna piadosa había dotado a muchas iglesias de importantes tesoros, los objetos muebles no representaban más que una porción minoritaria de los legados: lo esencial era la tierra. Ésta se entregaba, bien trozo a trozo (humildes donaciones campesinas formadas por pequeñas parcelas dispersas), bien formando dominios enteros que se daban muy a menudo ya “vestidos”, es decir, incluyendo a la población servil que los cultivaba. A ellos se unían las ofrendas de ganado y cereales que, en forma de legados mortuorios a veces muy considerables, venían a añadirse a los tributos obligatorios (desde Carlomagno) del diezmo (en su origen una gavilla de cada diez) y de las primicias (frutos primerizos, jóvenes cabezas de ganado)[42]. La Alta Edad Media fue la gran época de la limosna pánica, es decir, de aquella que estaba motivada por el terror a la muerte y a su espantosa compañera, la “segunda muerte”, esto es, la condenación eterna. La creencia en el poder salvador del legado piadoso, reforzada sin cesar por la predicación de los clérigos (“La limosna libera el alma”, “la limosna borra el pecado”), era entonces muy general y engendraba unos comportamientos particularmente zafios: la donación mortuoria se consideraba como un contrato hecho entre el moribundo y Dios, como un intercambio de bienes terrenales por bienes celestiales (nada más alejado de la actitud de Cristo); también la intercesión de los santos podía ser negociada mediante adecuadas liberalidades, la práctica de ese tipo de limosna alcanzó su apogeo en torno al año Mil y empezó a debilitarse en la segunda mitad del siglo XI y sobre todo a lo largo del XII, para dejar paso a unas manifestaciones más espiritualizadas de la piedad[43]. A pesar de todo, la donación mortuoria permanecería muy arraigada en las costumbres hasta el final de la Edad Media y aún bastante tiempo después. Lo que cambió principalmente fue el destino de esa limosna y la intención con que se daba. A partir del siglo XIII, las Órdenes mendicantes eran una de las principales destinatarias (los franciscanos en poco tiempo se vieron enriquecidos por ella, lo que produjo una escisión en el seno de la Orden entre aquéllos que se dejaron seducir por los “asuntos temporales” y aquéllos, los “fraticelli”, que mantuvieron vivo el espíritu de pobreza y vida evangélica que habían inspirado a su fundador), mientras que la atracción ejercida por los grandes santuarios se atenuaba en beneficio de los lugares de culto más próximos a los fieles; en efecto, la devoción de los laicos y su corolario, la limosna piadosa, quedaban circunscritas cada vez más al ámbito parroquial. Por otro lado, la aparición y posterior difusión del concepto de Purgatorio (a partir del siglo XII) multiplicó las misas de “requiem” y las donaciones correspondientes[44].

A nivel económico y social, la limosna aparecía como una forma esencial de transferencia de riquezas. ¿En detrimento de quién? ¿En provecho de quién?

La aristocracia laica dio mucho, sobretodo en aquellos tiempos de desconcierto que fueron los siglos X y XI. Más tarde habría de lamentarlo y reprocharía a los antepasados su desconsiderada generosidad. El campesinado también se vio afectado por aquella corriente de donaciones. La limosna fue un factor importante para explicar la casi desaparición de la pequeña propiedad campesina entre los siglos IX y XII[45]. Ello sucedía de varias maneras. En primer lugar, a consecuencia de las amputaciones directas y continuas sobre el patrimonio de las familias campesinas: casi sin excepciones, con cada fallecimiento, una parcela de campo, de viña o de prado iba a la Iglesia. En segundo lugar, como resultado de una serie de punciones abusivas sobre los medios de subsistencia de aquellas mismas familias: por ejemplo, En Cataluña, era habitual que los moribundos legasen la tercera parte de la futura cosecha; como el resto no bastaba para asegurar la supervivencia de los herederos, era necesario comprar granos y, por tanto, vender tierras.

A la inversa, la limosna hizo la fortuna del clero. Por sí sola, o casi, la limosna bastaría para explicar la formación del inmenso patrimonio territorial y la no menor riqueza mueble de la Iglesia medieval. Ahora bien, ¿Cómo se repartían los ingresos? ¿A quién iba a parar verdaderamente la limosna? ¿Para qué servía? Tanto a nivel de principios (los enunciados, por ejemplo, en las reglas monásticas o los textos conciliares) como en la práctica, la distribución de bienes generados por la libertad de los fieles varió mucho. Esquemáticamente, podemos distinguir tres bloques.

En primer lugar, el mantenimiento del clero (de un clero numeroso y frecuentemente derrochador) se llevaba una parte importante (la mayor) de los bienes eclesiásticos (esta parte osciló entre los 2/4 y los 2/3 del total). Esta parte estaba desigualmente dividida. Debemos distinguir tres tipos de organización eclesiástica: monasterios, parroquias, iglesia-catedral. La última era la sede del obispo, éste tenía autoridad sobre todas las organizaciones de la diócesis, si bien, en el caso de los monasterios esta autoridad sólo era moral ya que éstos gozaban de autonomía económica. Las parroquias estaban obligadas a entregar un tercio de sus beneficios a la iglesia-catedral. El obispo, no obstante, no podía disponer de estos bienes sino que debía utilizarlos en la conservación de la infraestructura parroquial (cosa que fue pasada por alto por muchos obispos). Los restantes beneficios de la parroquia quedaban en manos de subordinados. En la iglesia-catedral, los ingresos que la piedad de los fieles entregaba a las iglesias de las diócesis eran repartidos en tres partes: una para el obispo, otra para presbíteros y diáconos y una tercera para repartir entre los miembros de las órdenes menores.

Las necesidades temporales de los eclesiásticos no agotaban nunca la totalidad de lo ingresado en concepto de limosna. Un margen más o menos grande servía para la glorificación de Dios y de los santos. Dicho margen se aplicaba, por un lado, a las actividades litúrgicas y, por otro, a la “fábrica”, es decir, a la construcción y restauración de los edificios de culto.

Finalmente, había la parte reservada a los pobres que era el resultado de una limosna en segundo grado: la que entregaba la Iglesia a los necesitados. Esta “segunda limosna” parece haber tenido en sus orígenes una elevada proporción. Desde el pontificado de Simplicio (468-483) la repartición de los bienes de las iglesias queda precisado por medio de una decretal pontificia[46]: una parte para el obispo, otra para el clero, otra para la “fábrica”, y una cuarta parte para los pobres. Esta repartición fue practicada y estuvo vigente en Italia de los siglos V al IX y en la Galia merovingia siglos (VI y VII). Ahora bien, en la Hispania visigoda (siglos V al VIII) esa cuarta parte no estuvo nunca institucionalizada. Todavía en el 817, según la regla de Aix[47] se entregaba a los necesitados un 10%, o la quinta parte del diezmo según los estatutos de Corbie (hacia el 822). Más tarde, al igual que en la Hispania visigoda, ya no hubo norma: la asistencia a los pobres e dejó al arbitrio y la liberalidad de monjes u obispos y a su talante caritativo.

En resumen, desde los tiempos del apóstol Pedro, la limosna liberadora preconizada por el fundador del cristianismo es encauzada hacia las manos de los miembros directores de las comunidades cristianas. El destino último de la limosna será decidido por ellos. La inmensa fortuna que amasó la Iglesia por medio de donaciones piadosas obligó a crear una legislación que reglamentara su utilidad y su distribución. En esa legislación hubo en principio una parte destinada a los necesitados. Pero si tenemos en cuenta la postura adoptada por la Iglesia ante el problema de la pobreza (I.1) no será difícil entender porqué esa “parte de los pobres” desapareció de la legislación eclesiástica (si bien, la caridad siguió practicándose, pues, en última instancia esa caridad era la justificación de los bienes eclesiásticos). Los objetivos de la Iglesia no estaban en el camino de conseguir una sociedad más igualitaria, por eso jamás puso los medios para conseguirla.

II.2.- LAS INSTITUCIONES DE ASISTENCIA.

Durante los siglos en que está enmarcado este trabajo, los campos de la asistencia eclesiástica fueron muy limitados. Las instituciones eclesiásticas dedicadas a la asistencia a los pobres fueron, salvo excepciones puntuales, instituciones de caridad, destinadas a distribuir la “parte de los pobres”.

Para el desarrollo de este capítulo, sin ánimo de que sea exhaustivo, me centraré en la descripción de varias instituciones significativas que servirán de ejemplo para ver lo que fue la asistencia a los pobres llevada a cabo por la Iglesia en sus doce primeros siglos de historia.

Como hemos visto en el capítulo anterior (II.1), la reglamentación de la distribución de los bienes eclesiásticos no se produjo hasta la segunda mitad del siglo V, bajo los pontificados del papa Simplicio y su sucesor Gelasio[48], reglamentación que obligaba a dedicar una cuarta parte de los bienes eclesiásticos a la ayuda a los necesitados. Con anterioridad a esa fecha, era norma destinar una parte de los bienes recogidos por las comunidades cristianas a la ayuda de los hermanos de religión indigentes o con problemas económicos derivados de su conversión al cristianismo (esto último mientras fue ilegal la religión de Cristo), tal como nos muestran algunas cartas del obispo Cipriano de Cartago (200-258): “Os ruego que tengáis cuidado diligente de las viudas, los enfermos y todos los pobres. También a los forasteros, si los hay necesitados, dad socorro de la cantidad de mi peculio particular que dejé en manos de nuestro hermano de presbiterio Rogaciano. Por temor a que esta cantidad se haya agotado, le he enviado otra por medio del acólito Naric, con el fin de que más abundante y rápidamente puedan ser socorridos los atribulados”[49].

II.2.1.- Instituciones de asistencia durante los siglos IV al X.

Hasta el decreto de Simplicio, si bien vemos que ya existía la caridad eclesiástica, no tenemos noticia, en Occidente, de ningún tipo de institución específica dedicada a ella. Las primeras instituciones caritativas aparecieron en la parte oriental del Imperio (el cristianismo estaba allí mucho más arraigado) para pasar, más tarde, al Occidente romano. Estas dos instituciones son la “matrícula de los pobres” (o diaconía) y el “xenodochion”.

La matrícula de los pobres ha sido estudiada por M. Rouche, que ha llegado a las siguientes conclusiones. Creada en el Oriente egipcio[50] en el siglo IV, funcionó como oficina de beneficencia en toda la parte griega del Imperio durante todo el siglo siguiente bajo el nombre de “ptochotropion” o diaconía. El desarrollo del monaquismo en Occidente la hizo muy pronto conocida; a principios del siglo V aparece en Roma y en África bajo el nombre de “brevis”. La palabra matrícula, utilizada sobre todo en África e Italia, sustituye a los nombres griegos. La matrícula está presente en la Galia desde fines del siglo V. Según Rouche, dada la miseria de Roma después del 410 (saqueo de los vándalos), será necesario atribuir, sino la creación, al menos la organización de las diaconías al papa León el Grande. Éste, en efecto, fue el consejero de los papas Celestino I y Sixto III (423-432-440). Tuvo frecuentes contactos con Casiano, a través del cual se puso al corriente de la organización de las diaconías orientales. Treinta años de influencia y autoridad le permitieron estructurar y asegurar el sistema de las diaconías, llamadas matrículas por los latinos. Esto explica, según Rouche, porqué otro papa igualmente enérgico, Gelasio (492-496), también él secretario de dos papas, Simplicio y Félix (468-483-492), haya culminado esta iniciativa al instaurar la partición del patrimonio de las iglesias en cuatro partes.

La matrícula de los pobres consistía en una lista (que estaba en las iglesias rurales y urbanas y en los monasterios) en la que estaban inscritos los pobres a los que se entregaba, en especies o en dinero, la parte que les había sido reservada. En la matrícula estaban inscritos tanto hombres como mujeres, especialmente viudas. Ahora bien, la matrícula no registraba a todos los indigentes, sino a una minoría escogida. Eran personas físicamente válidas pero en estado de miseria absoluta. Los lisiados, enfermos, leprosos o peregrinos (todavía pocos, los peregrinos) eran recibidos en el “xenodochion”. Esta última institución, de origen también oriental, es el antecedente de los hostales-hospitales medievales y, con el tiempo, suplantará a la matrícula. A partir del siglo VII matrícula y “xenodochion” se confunden. Según Rouche, la multiplicación de los monasterios es la causante de esta confusión. Los monasterios reciben indistintamente pobres débiles, enfermos o en buena salud y, cada vez más peregrinos (especialmente monjes). En el siglo VII, salvo excepciones puntuales, es raro ver fundar una matrícula urbana. Las matrículas están ya en manos de los monasterios. Esto hace suponer a M. Rouche que los pobres de las ciudades comienzan a desaparecer y que, allí donde la ciudad persiste, se encuentran sobretodo leprosos y peregrinos que siguen las rutas comerciales a lo largo de las cuales se propagan las epidemias. Así pues, la matrícula resultará menos útil que el hostal-hospital. Los monasterios benedictinos, al contrario que los orientales, no dejan lugar para la matrícula, es decir, la sustituyen. La “Regula Benedictini” no prevé más que la ayuda a pobres itinerantes en la cillería, al servicio de portería (“Porta”) o la limosnería. A fin de cuentas, el “hospitalae pauperum” de las abadías benedictinas acoge a pobres válidos, enfermos o peregrinos.

No obstante, según Rouche, la principal causa de evolución de la matrícula resultó ser su riqueza. Su propiedad funciaria es ya de tal importancia que tiende a escapar de la supervisión y dirección del obispo. En la época de Carlos Martel (principios del siglo VIII) la transformación y utilización de la matrícula para otros fines que la caridad es completa. Muchos laicos recibirán de manos del rey los títulos de obispo y abad que utilizarán para su beneficio los fondos de las matrículas. Las protestas del clero se hicieron oír sólo a partir del 840, al caer la dinastía carolingia. Para esta época, la matrícula, ya sea confundida con el “xenodochion”, o transformada en bien particular o simplemente desaparecida, está en un estado tal que se hace necesario restaurarla. Esto fue lo que intentó hacer Grodegango, arzobispo de Metz (mediados del siglo IX), para el que era esencial que la matrícula existiera otra vez. Pero la restauración de la matrícula vendrá acompañada de una transformación esencial. En una civilización cristiana, en la cual se ha perdido el recuerdo de 120.000 asistidos de Roma, alimentados a cambio de nada, y en la que quien no trabaja no tiene derecho a comer, el beneficiario de la matrícula no puede ser un hombre o una mujer en la fuerza de la edad y en plena posesión de sus medios físicos. Hinomar (arzobispo de Reims a finales del siglo IX) protestó vigorosamente contra los párrocos responsables de matricular que inscribían hombres jóvenes y bien constituidos, capaces de vivir con su trabajo. Los beneficiarios de la asistencia deben ser los viejos, los enfermos, los débiles (no olvidemos que para Hinomar los pobres son la parte desarmada del pueblo y no los que sufren necesidades especiales). Así, se precipita la evolución anunciada en el siglo VII, es decir, la confusión entre la matrícula y el “xenodochion”, puesto que los tipos de pobres acogidos en estas instituciones tienden a ser los mismos. En el siglo X las matrículas de las parroquias rurales han desaparecido. El “hospitalia pauperes” parece responder mejor a las necesidades de los nuevos tiempos.

Por lo que respecta a España, la Hispania visigoda, no tenemos noticia[51] de la existencia de ninguna institución comparable a la matrícula de los pobres, tampoco el “xenodochion” estuvo generalizado (sólo conocemos uno). Este hecho está en relación con el tipo de repartición de los bienes eclesiásticos expresado en los concilios de la España visigoda. Esta repartición no tuvo nunca en cuenta la “parte de los pobres” decretada por el papa Gelasio. Los bienes de las iglesias siempre fueron divididos en tres partes: una para el obispo, otra para el resto del clero y la tercera para el mantenimiento de la liturgia y los edificios. La caridad quedó en manos de la liberalidad de obispos, abades y párrocos. De esta liberalidad han quedado pocos testimonios. Reseñaré sólo dos que nos bastarán para comprender la actitud de la Iglesia hispánica de la época visigoda ante el problema de la pobreza.

El primer testimonio está recogido en la crónica anónima llamada “Vidas de los Santos Padres de Mérida”[52], en la que se narra la fundación de un hospital para los necesitados en Mérida, a cargo del obispo Masona. Este obispo era un comerciante bizantino que alcanzó el episcopado mediante su riqueza. Una vez aupado en la sede episcopal de Mérida se preocupó de separar claramente sus bienes particulares el patrimonio de la iglesia emeritense. Según la crónica, utilizó sus bienes personales, en primer lugar para asegurar la sucesión en la sede episcopal de Mérida de su sobrino Félix y, en segundo lugar, para emprender importantes obras de asistencia a pobres y necesitados. Estas obras de asistencia estuvieron enfocadas en tres direcciones. La primera fue la fundación de un hospital para los pobres, a la manera de los “xenodochia” orientales (no en vano Masona era bizantino). En este hospital tenían cabida, lo cual fue una importante novedad que no tuvo continuidad, tanto los pobres y enfermos cristianos, como los que no lo eran, incluso los judíos eran admitidos, en una época en que la legislación visigoda era ferozmente antijudía. El funcionamiento de este hospital lo desconocemos, aunque la crónica habla[53] de médicos y enfermeros, sin precisar más. La principal importancia de este hospital radica en su exclusividad, es el único conocido en España hasta el siglo X. Las otras dos direcciones que tomaron las obras de asistencia del obispo Masona, de las que, por desgracia, tenemos pocos datos, fueron, por un lado, la distribución gratuita de alimentos a la población indigente de Mérida, hecho que se inscribe en la más pura tradición romana y, por otro lado, la creación de una “caja de crédito” para proporcionar préstamos (no sabemos si con interés o sin él) a personas apuradas económicamente.

El segundo testimonio de liberalidad eclesiástica al que hacíamos referencia está registrado en las actas del Xº. Concilio de Toledo (656), en el cual el clero reunido, tras haber tomado decisiones de orden pastoral, abordó la discusión del problema planteado por el testamento del obispo Ricimiro de Dumio, que a su muerte había decidido dejar en manos de “los pobres” de su diócesis los bienes de la Iglesia de Dumio; al mismo tiempo que daba carta de libertad a sus esclavos y siervos. En la discusión del testamento una premisa estuvo por encima de todo: la salvaguarda del patrimonio eclesiástico. Ante tan gran muestra de “liberalidad” el alto clero hispano reunido en el Xº Concilio de Toledo, decidió impugnar el testamento de Ricimiro puesto que atentaba frontalmente contra la integridad del patrimonio eclesiástico. La excusa que se utilizó para evitar que el “alimento de los pobres” cayera en manos de éstos fue, literalmente: “los pobres no tenían ninguna necesidad grave, pues en este caso tal necesidad se hubiera tomado como la ley santa, para gastarlo todo tan totalmente”[54].

En resumen, para el período de los siglos III al X, en España debemos destacar tres hechos. El primero, nunca existió la distribución de los bienes eclesiásticos en cuatro partes instaurada por el Papa Gelasio, sino que funcionó siempre una repartición en tres partes que excluía la “parte de los pobres”. La caridad quedó en manos de la liberalidad del clero. La largueza de esa liberalidad, pues, pasó a depender del talante caritativo de los encargados de ella. Los pocos testimonios que se han conservado hacen pensar que esa liberalidad no estuvo a la altura de las circunstancias. Por un lado, la obra del obispo Masona (que duró sólo durante el episcopado de su sobrino Félix) parece ser la excepción que confirma la regla, una regla de la que es ejemplo la impugnación del testamento del obispo Ricimiro de Dumio y que aparece claramente descrita en toda la legislación conciliar que se refiere a la repartición de los bienes eclesiásticos, la cual, según el historiador inglés E.A. Thompson “nos da una clara visión de la rapacidad y extorsión de los obispos”[55].

II.2.2.- Instituciones de asistencia de los siglos XI y XII.

Durante estos siglos, a la tradicional iniciativa eclesiástica de socorrer a los pobres se unió la iniciativa laica (siempre de carácter privado), pero ésta siempre se canalizó a través de la organización eclesiástica, la única que poseía un mínimo de infraestructura asistencial. Sin ninguna duda, puede afirmarse que hasta la aparición de los Estados modernos en el siglo XVI, la asistencia a los pobres (que es lo mismo que decir la asistencia social) estuvo controlada en su casi totalidad por la Iglesia. Sólo las obras de socorro entre los miembros de un gremio escaparon al control eclesiástico, pero los gremios no salen fuera del marco cronológico que nos hemos marcado.

Antes de entrar en la descripción de las instituciones de caridad características de los siglos XI y XII, es preciso hablar de los monasterios, pues no hay que olvidar que la ayuda a los necesitados se encuentra entre los motivos que dieron origen a la vida cenobítica cristiana.

Los monjes, durante la Edad Media, fueron considerados los especialistas del socorro a los pobres. Aunque esta afirmación está fuera de toda duda, la relación asistencial de los monasterios con los pobres el exterior no ha sido nunca tema de un estudio sistemático[56]. Posiblemente la causa de esta laguna historiográfica sea debida, a la pobreza de documentación, al menos, esta es la razón que dan los historiadores. Como dice W. Witters, “las crónicas, las vidas de santos y otros textos narrativos o diplomáticos muestran ciertos aspectos de la beneficencia monástica, pero se conoce mal la práctica corriente”[57]. En general, puede decirse que las prácticas monásticas de la Edad Media revelan una estrecha fidelidad al texto de la Regla Benedictina, la cual ha orientado verdaderamente la obra hospitalaria y de beneficencia de los monjes. Esta obra, basada en el principio de la recepción de todo huésped como Cristo, rechazaba las distinciones sociales y combatía la tendencia natural a crearlas, pero no pudo evitarlas. Desde el siglo IX, la práctica que admite verdaderas distinciones sociales toma cada vez más ventaja y los testimonios tardíos de la “Regula Mixta”[58] centralizan los servicios de acogida y beneficencia en un solo oficio, la “Porta”, que se divide en dos ramas según las dos grandes categorías de los que se presentaban al monasterio. La legislación de Aix-la-Chapelle[59] hace alusión a esta división, pero es Hildemar quien al parecer presenta por primer vez una distinción tajante reservando el diezmo (10% de los beneficios monásticos más las sobras de los monjes) a los pobres y un segundo diezmo, la nona, a los ricos. Los costumarios posteriores admiten esta distinción al crear dos oficios totalmente distintos. El diezmo no jugará más el rol de renta exclusivamente destinada a los pobres que había tenido con anterioridad al Siglo IX.

En resumen, los monasterios nunca olvidaron aquella idea que había llevado a San Pacomio, a principios del siglo IV, a fundar en el Alto Egipto el primer monasterio cristiano: la voluntad de socorrer a los extranjeros (viajeros) y los pobres. Esa voluntad se materializó en la creación de una zona asistencial en todos los monasterios, la Puerta y el Hospital, en el que se ofrecían cuidados sanitarios a los enfermos, alimentos y refugio a los peregrinos. El monje cillerero era el encargado de apartar la parte correspondiente a los pobres que dependían del monasterio. Esta parte y esos pobres variaron tanto y dejaron tan pocas noticias, que es imposible cuantificar su volumen. Sólo un dato es cierto: la asistencia a los necesitados nunca supuso, excepto en casos puntuales, más que una pequeña parte de los recursos monásticos.

Dejando ya de lado los monasterios, las instituciones de asistencia características de los siglos XI y XII son dos: los hospitales de pobres y las cofradías. Estas dos instituciones estuvieron presentes, con mayor o menor intensidad, en todo el Occidente medieval. Dado que su funcionamiento fue similar en todas partes, utilizaré, para su descripción, ejemplos sacados de la Cataluña medieval. Los hospitales de pobres (o hostales-hospitales) derivan directamente del “xenodochion” de la época anterior, en cuanto a sus funciones. La diferencia básica que hay entre ambas instituciones es la distinta iniciativa fundacional. Así, mientras los “xenodochion” son fruto de una iniciativa eclesiástica, la misma que había promocionado la difusión de matrículas de pobres, los hospitales de pobres de los siglos XI y XII, son en su mayoría fundaciones de un laico, noble o burgués adinerado.

Desde el siglo XI (algunos a finales del X) surgieron hospitales en varias poblaciones de Cataluña[60], tales como en la ciudad de Barcelona, donde el obispo Deodat hizo una donación al hospital de pobres el 13 de julio de 1024 y donde el hospital d’En Guitart funcionaba ya en 1045, o como en la Seu d’Urgell, donde cierto Arnau, en 1059, fundó el hospital de pobres al lado de la catedral y muy cerca de la puerta principal de acceso a ésta, o como en Cardona, donde consta la fundación de un hospital el 1 de julio del año 1083. Se sabe que la esposa de Arnau Mir de Tost, Arsendis, en su testamento fechado el 23 de mayo del año 1068, suplicó a su marido que construyese cuatro hospitales en las localidades de Ager, Montmagastre, Artesa y Tost, proveyéndoles de ropas y de camas, con el fin de que los enfermos pobres hallaran en ellos asistencia, consuelo, comida y bebida. A veces son los monasterios situados junto a los caminos transitados quienes organizaban hospitales, como el de la canónica de Ager en 1101, o los propios condes, como Arnau de Roselló, quien en abril de 1116, fundó el hospital de Perpinyà, junto a la iglesia de Sant Joan. En 1132, consolidado ya el hospital de pobres de la Seu d’Urgell, contiguo a la catedral, el conde Ermengol VI le cedió treinta maravedís en su testamento para que se destinaran “in servicium ipsorum pauperum”. Pero lo habitual es que los fundadores sean los mercaderes o burgueses adinerados como Bernat Marcús, quien fundó en Barcelona, el año 1116, el hospital contiguo a su capilla románica, todavía en pie, o los propios obispos, como Guillem de Torroja (1144-1171), creador del hospital de San Lázaro o de los leprosos o “Casa dels Malalts”. En 1153, después de la reconquista de la ciudad y reino de Tortosa, se estableció la fundación de un hospital para los pobres de dicha ciudad. En 1168, en Lérida, se creó la Casa de Caridad y se erigieron los hospitales parroquiales de San Marcial y de San Lorenzo.

Como vemos, tenemos documentado un buen número de hospitales-hostales para la Cataluña de los siglos XI y XII, y si están más o menos claras las iniciativas y finalidades fundacionales, nuevamente la oscuridad es total por lo que respecta a su funcionamiento real. Los investigadores, después de situar la fecha de fundación, se precipitan hacia los últimos siglos de la Edad Media en los que aparecen cifras y datos abundantes y sin misterios.

Desconocemos la actividad real que llevaron a cabo estos hospitales. En general, su fundación, en última instancia, respondía a la necesidad de proteger a las ciudades de posibles epidemias, controlando las entradas de peregrinos y mendigos. Posiblemente, los servicios que se prestaban en estos hospitales estaban más en relación con el hospedaje que con la asistencia sanitaria, esta última la monopolizaron durante estos siglos los monasterios, únicos lugares que contaban con los medios y el saber necesarios para ello.

La función de hospedería y refugio de los hospitales medievales queda clara en las palabras que encabezan el acta de fundación del hospital de Perpinyà: “ad procurare et consolare et visitare pauperes Christi”. Entre los servicios que debía prestar el hospital no se encuentra el de “sanare”, esto es, curar la enfermedad. En realidad, tanto la palabra latina “hospitalia” como la griega “xenodochion”, se refieren única y exclusivamente a la hospitalidad, al recogimiento del huésped, y no tienen en su origen ninguna connotación sanitaria. Sin duda fue con ese significado con el que se utilizaron durante la Edad Media.

Así pues, podemos concluir que los hospitales medievales no eran otra cosa (excepto en los monasterios) que lugares de refugio de peregrinos y vagabundos (estuvieran enfermos o sanos), donde éstos recibían alimento y podían pernoctar. Los huéspedes eran transeúntes, dado que los hospitales no contaban con ningún tipo de servicio parecido al de la matrícula de los pobres, que para esta época ya sólo puede rastrearse en los monasterios, donde el número, de claras connotaciones evangélicas, de doce o trece (los apóstoles más Pablo) pobres mantenidos, es una muestra de su carácter más simbólico que realista.

Para terminar esta rápida descripción de las más características instituciones de asistencia a los pobres de los siglos XI y XII, sólo nos queda hablar de las cofradías. Para la descripción de éstas veremos en primer lugar un ejemplo, la “Confraternitat de Nostra Senyora d’Ivorra”, una cofradía de comienzos del siglo XI en el obispado de Urgel, estudiada por J. Boix Pociello[61]: posteriormente, y siguiendo las conclusiones de R. Fossier[62], veremos cuál es la problemática que plantea el estudio y significado de estas cofradías en todo el Occidente medieval durante los siglos XI y XII.

En su estudio sobre las comunidades religiosas del antiguo obispado de Urgel (ss. VIII-XV), M. Riu[63] ha destacado como la creación de cofradías, en los siglos XI y XII, centradas en una parroquia, implicaba la expansión a todos los fieles-cofrades de: la participación de las indulgencias y gracias otorgadas a la cofradía, la aplicación de misas por sus almas, la recepción de los auxilios necesarios en caso de que algún cofrade o cofradesa estuvieran faltos de bienes para subsistir, la asistencia a los enfermos carentes de familia, la concesión de la dote a las doncellas hijas de cofrades que no se la pudiesen proporcionar, la redención de la esclavitud, el pago del entierro y funeral, la pacificación de los conflictos que pudieran surgir, y ayuda material y moral siempre que fuera precisa. A cambio de todos estos beneficios, los fieles se comprometían al pago de una cantidad anual.

En el citado estudio, también se remarca la existencia de cofradías destinadas a aunar esfuerzos para la fundación y sostenimiento de un centro monástico con objeto de lucrar fines espirituales, como la cofradía de Sant Pere de la Portella fundada por el obispo de Urgel San Ermengol en 1035. Y también se hace referencia a la cofradía de Santa María de Lillet, fundada por el obispo Odón de Urgel, el 9 de febrero de 1100, hallándose establecido que un día al año irían sus asociados todos juntos a la iglesia de Lillet, con objeto de “ofrecer la caridad que el vulgo llama fraterna”, consistente para cada cofrade en un cirio para el altar, una medida (sexter) de trigo candeal, otra de cebada y una cántara de vino. Se celebraría allí misa por los difuntos y una comida en común, dejando el remanente para la conservación de la iglesia. Con lo cual el obispo los absolvía de la mitad de sus culpas menores y prometía celebrarles la misa anual. Y, finalmente, en caso de la muerte de uno de sus miembros estaban obligados a acudir a su entierro, celebrar una misa por su alma y ofrecer oblaciones al Señor[64].

Según J. Boix[65], la creación de la “Confraternitat de Nostra Senyora d’Ivorra” parece responder a estímulos externos, todo lo cual entronca con las relaciones exteriores mantenidas por la Iglesia catalana[66]. En medio de la fragmentación del poder político existente entonces, la Iglesia se sitúa como un factor universalista en la Europa medieval.

Centrándonos ya en la “Confraternitat de Nostra Senyora d’Ivorra”, en principio, llama la atención el aspecto reglamentario que tienen las “Ordinacions”, esto es, los estatutos de esta cofradía. Según J. Boix[67], se trata de instituir una asociación de personas, hombres y mujeres, con carácter abierto y bajo la advocación de Nuestra Señora, pero con una organización más o menos amplia y determinada. Así, pues, su institución corresponde a una realidad claramente preconcebida. El santo patrono de la parroquia corresponde a la advocación de la cofradía. Naturalmente, en ello podemos ver la búsqueda de un modelo y un intercesor; además de que, sin duda, se contribuiría a solemnizar su culto como titular de la iglesia. Es más, el hecho de que la cofradía está dedicada a Nuestra Señora no sólo está en relación con la analogía hacia otras cofradías preexistentes, sino que, como sabemos, el culto a María es una constante en la diócesis de Urgel. Con lo que se facilita uno de sus fines principales: su expansión por las ciudades, villas, castillos y parroquias.

En cada núcleo, el número de cofrades está limitado a 12, con capitanes y administradores elegidos por el rector de Nuestra Señora de Ivorra, quien indirectamente depende del obispo de Urgel. Por lo que su regencia correspondía vitaliciamente al rector de Santa María, indirectamente al obispo, y estaba asistido por capitanes y administradores locales. Sus miembros, cabezas de familia, han de pagar el “delmage” al rector. Su cuantía, según J. Boix, no es muy importante y más bien parece confundirse con el clásico diezmo. En cuanto a su naturaleza, ésta es en especie, de acuerdo con la economía de la época, y nos indica los productos más usuales del país. Y la posibilidad de ser convalidado por el párroco o rector de Ivorra, está en función de su posible extensión a otras zonas e, incluso, de la introducción de la economía monetaria. Así pues, los bienes de esta cofradía provendrían principalmente de estas cuotas, que suponemos anuales. A ello se le debería sumar las posibles donaciones, mandas testamentarias, compras, multas, censales, etc. Patrimonio que prestará los servicios especificados a sus miembros (inscritos en “lo llibre” o bien recibidos por su rector), que incluyen las obras de misericordia. Los beneficios de la cofradía se extienden al grupo familiar, a los miembros de la familia que están bajo la potestad del cofrade. Con lo cual el cofrade es, ante todo, “pater familias”. En la base, el campesinado de frontera, pionero, ofrece en esta época el ejemplo más claro de la fragilidad del grupo familiar. En medio de un clima de violencia, entre 1020-1060, las estructuras tradicionales del grupo familiar entran en crisis. Es por ello que J. Boix ve en estas “Ordinacions” un aspecto de salvaguarda de la estructura familiar.

Las víctimas principales de este nuevo clima serían las mujeres y los niños. Pese a que las mujeres no son admitidas como cofrades (salvo quizás en caso de viudedad), no podemos decir que esta cofradía esté pensada exclusivamente para los hombres. Más bien, en la misma estructura léxica de las “Ordinacions” se observa un tratamiento de igualdad. E, incluso, en el capítulo séptimo, se recoge un caso especial: el de la dote en el matrimonio. Aspecto importante, y más en estos momentos en que el matrimonio solía suponer la formación de un nuevo núcleo familiar[68].

Finalmente, pasando ya a la valoración global de las cofradías de los siglos XI y XII, R. Fossier[69] afirma que, mientras los historiadores urbanos, interesados por el inicio de los oficios, han escudriñado y en general han aclarado perfectamente las devociones de la ciudad y su papel de piedad y auxilio mutuo, los historiadores rurales luchan con grandes dificultades al buscar en la aldea las cofradías o las fraternidades. En 1940, Gabriel Le Bras[70], presentaba un balance pesimista: antes del siglo XV, y a pesar de que pudiera considerarse ciertamente su existencia en Italia en el siglo X, las cofradías siguen siendo desconocidas, por falta de documentación y de archivos, por falta de intervención del señor, o por falta de actuaciones aparatosas. Tranquilas y pacíficas, hechas de gestos menudos y por gente de poca monta, ¿cómo iban a interesar al cronista monástico o al escritor de Corte? Cuando se pueden contemplar mejor, porque dirigen las “fábricas” parroquiales o prestan dinero, ya no se parecen en nada a las cofradías del principio, las que nos interesan aquí.

Según R. Fossier[71], poco es lo que podemos decir. Entre los hombres de la aldea, entre los fieles, palabra que elimina en principio cualquier diferencia social, existen dos obligaciones mutuas en el plano espiritual la devoción y la caridad. Esta última, concebida siempre en la Edad Media bajo su “real” acepción de ayuda mutua, podía bastarse, de hecho se bastaba a menudo, con la actividad de los profesionales del socorro, los monjes; sobre todo sería interesante encontrar si la presencia o proximidad de un priorato o de una ab adía convirtió en inútil o limitó el desarrollo de una cofradía local. Con todo, hay que tener en cuenta que las porterías de los monasterios distribuyen pan, cerveza y anguilas, y en caso de necesidad algún dinero, pero no prestan herramientas, ni tampoco entierran o cuidan enfermos (los huéspedes de los monasterios eran transeúntes). Era, pues, necesario que los fieles se encargaran de ello. Para los siglos XI y XII, se aprecian por lo menos las funciones primarias: asegurar a todos un entierro digno, cuidar que se digan las misas de aniversario, reunir limosnas para las fiestas litúrgicas, reunirse por lo menos una vez al año para celebrar un banquete común. Según Fossier, se puede intuir las etapas siguientes: se necesita un local, y dinero, deberá surgir una casa común, porque la Iglesia que podría acogerlos, no podría acoger una francachela. Respecto a las rentas, o bien los ricos las proporcionan, con el peligro de una apropiación progresiva que se concretará en el siglo XIII con la aparición de priores, síndicos, notables, inscritos, “matricularii”, o bien hay que exigir una cotización como en el ejemplo anterior de Ivorra, con lo cual habrá que temer que los más pobres, al no poder pagar, queden excluidos.

Sin embargo[72], parece que con bastante rapidez (primera mitad del siglo XII), la cofradía supera otra etapa, y es cuando se pueden encontrar más a menudo en textos: adquiere un bien y lo explota; en otras palabras, presenta la “estructura de acogida” para crear bienes comunales. Imposible conocer el origen, la extensión y el papel que ostentan; según Fossier, lo único que podemos hacer es presentar interrogantes[73]: se impone un equipamiento en animales e instrumentos, común a todos y, por tanto, susceptible de ser alquilado por el que carece de ellos. ¿Las rentas sirven para alimentar las limosnas? ¿O el mercado local, con todo lo que esto implica sobre la estructura económica local? ¿El párroco tiene un papel en esta explotación y contemplamos, pues, una confusión progresiva entre los bienes eclesiásticos y los comunales? ¿Si se trata de pastos, los más pobres que no pagan no podrán conducir allí su ganado, y deberán contentarse con los derechos de uso en el bosque del señor, hasta que se les prive de este derecho por no pertenecer a la comunidad? ¿Y los no libre, pero cristianos como los demás, pueden aprovecharse de los bienes comunales? Según Fossier[74], muchos otros caminos de investigación podrían abrirse: ¿El cuidado de la iglesia, los objetos de culto, incluso el tesoro, dependen exclusivamente del responsable de la parroquia? En el siglo XIII los parroquianos de la cofradía se encargan parcialmente de ello: es posible que ocurriera lo mismo anteriormente. El artesanado local, por lo menos aquél que no necesita ni aptitudes excepcionales, ni “circuito de provisión”, ni máquina cara, con lo que queda excluido en el pueblo el herrero, el carnicero y el molinero, introdujo una particular categoría de habitantes: carpintero, curtidor, panadero; entre el momento que estos sencillos trabajos se realizaban en los talleres de los señores o por los ermitaños de los bosques (ss. X y principios del XI) y el momento en que la ciudad proveerá el campo después de 1250, el artesanado aldeano tuvo que vivir de la organización y del control, aunque esto no es más que una hipótesis. Las cofradías tuvieron un papel de primer orden en el siglo XIII y sobre todo en el XIV, en la vida de la aldea; se convirtieron en un instrumento de enseñanza para las muchachas, en un poder financiero, en un consejo de administración de los negocios parroquiales, y en una sociedad de ayuda mutua, en conjunto, en una estructura de control y a veces de dominio reservada a los notables. Nada de esto, en palabras R. Fossier[75], aparece en los siglos XI y XII, porque los textos callan. ¿Pero cuál era la realidad?

CONCLUSIÓN

Desde los tiempos de la primera comunidad cristiana, los rectores de la Iglesia dedicaron especial atención a la asistencia a los pobres. Esa dedicación era el resultado de intentar llevar a la práctica una doctrina religiosa, la de Cristo, en la que se fustigaba sin cesar la riqueza y se ensalzaba a los pobres. En un primer momento, según se cuenta en los Hechos de los Apóstoles (4, 32-34), parece que la igualdad era total entre los fieles. Ahora bien, ya en este momento, la limosna (el medio para la redistribución de los bienes) es encauzado hacia las manos del gobierno de la Iglesia.

Desde principios del siglo III, el cristianismo deja de ser una religión de esclavos y oprimidos. En el año 313, el Emperador Constantino lo legaliza, y en el 325, en el Concilio de Nicea, se fija definitivamente, con la redacción del “Credo”, la ortodoxia cristiana. En este momento, el cristianismo pasa a convertirse en el instrumento ideológico de la clase dominante.

A principios del siglo V el patrimonio de la Iglesia es inmenso. La asistencia a los pobres había sido la excusa para su creación. A mediados del siglo V, cuando se legisla la distribución de los bienes eclesiásticos, la “parte de los pobres” representa sólo una cuarta parte de los recursos de las iglesias; y eso en teoría, según los investigadores la práctica estuvo con frecuencia por debajo de lo establecido.

Desde la desintegración de los Estados germánicos, la normativa papal entra en desuso, la asistencia a los pobres pasa desde entonces a depender del talante caritativo del clero. La pobreza siempre fue considerada por los miembros del gobierno de la Iglesia como un problema metafísico y no como un problema social. Las palabras en las que Cristo ensalzaba a los pobres dieron paso, “debidamente” interpretadas, al ideal del “Sanctus Pauper”. El pobre fue considerado una imagen de Cristo, una persona en estado de gracia al que no se debía sacar de la pobreza sino proteger. Ello trajo consigo la creación de instituciones de caridad, instituciones que sirvieron de excusa para que la Iglesia siguiera amasando su inmensa fortuna, pero que en ningún momento contribuyeron a una repartición más justa de los bienes que permitiera avanzar hacia una sociedad más igualitaria.

BIBLIOGRAFÍA

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18. WITTERS. W.: Pauvres et pauvreté dans les coutumiers monastique du Moyen Age en M. Mollat (ed.): Etudes…, (pags. 177-215). París, 1974.


NOTAS


[1] .- Mateo: 19, 24

[2] .- (9), pp. 70-74

[3] .- (6).

[4] .- (9), pp. 60-74.

[5] .- (9), p. 76

[6] .- (2), p. 152.

[7] .- (3), p. LXXIV.

[8] .- (4), pp. 39-51.

[9] .- Mateo: 5, 3.

[10] .- (3), p. LXXV.

[11] .- (3), p. LXXVII.

[12] .- (4), pp. 17-20.

[13] .- “Libertad y liberación cristiana”, documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, citado en

“El País”, 8-4-1986, p. 10.

[14] .- (12), p. 17.

[15] .- (12), p. 92

[16] .- (14), p. 18.

[17] .- citado en Historia 16, Nº. 70, p. 74.

[18] .- (4), p. 18 y ss.

[19] .- (11), p. 183.

[20] .- (6), p. 144.

[21] .- (13), p. 704.

[22] .- (5), pp. 267 y ss.

[23] .- (7), p. 199.

[24] .- Guerreau: El feudalismo, un horizonte teórico, pp. 30 y ss.

[25] .- (17), p. 39, cuadro en la p. 38.

[26] .- (6), p. 213.

[27] .- (6), p. 145.

[28] .- (2), p. 151.

[29] .- (2), p. 151.

[30] .- (4), p. 35.

[31] .- (10), p. 274.

[32] .- Hechos: 4, 32-34.

[33] .- Mateo: 19, 21.

[34] .- Juan : 18, 36.

[35] .- Hechos: 5, 1-5

[36] .- (14), p. 340.

[37] .- (14), p. 341.

[38] .- Cipriano: V, I, 2

[39] .- (14), p. 307.

[40] .- (14), p. 310.

[41] .- (13), p. 709.

[42] .- (2), p. 135.

[43] .- (2), p. 135.

[44] .- (2), p. 136.

[45] .- (2), p. 136.

[46] .- (16), p. 86.

[47] .- (2), p. 137.

[48] .- (16), p. 86.

[49] .- Cipriano: VII, I

[50] .- (16), pp. 83-110.

[51] .- (13), p. 703.

[52] .- (13), p. 704.

[53] .- (13), p. 705.

[54] .- (13), p. 708.

[55] .- E.A. Thompson: Los godos en España, p. 341.

[56] .- A. Linage Conde: “La pobreza en el monacato hispano de la Alta Edad Media”, p. 487.

[57] .- (18), p. 177.

[58] .- (18), p. 214.

[59] .- (18), p. 214.

[60] .- (15), pp. 10-11.

[61] .- (1), pp. 13-42.

[62] .- (8), pp. 249-251.

[63] .- (1), p. 21.

[64] .- (1), p. 22.

[65] .- (1), p. 26.

[66] .- (1), p. 27.

[67] .- (1), p. 30.

[68] .- (1), p. 31.

[69] .- (8), p. 249.

[70] .- (8), p. 249.

[71] .- (8), p. 249.

[72] .- (8), 250.

[73] .- (8), 251.

[74] .- (8), p. 251.

[75] .- (8), p. 251.

Un comentario en “Alimentum Pauperum: los pobres y el origen del patrimonio eclesiástico

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