Este artículo pretende analizar el proceso de cristianización que sufrió el arte de la Antigüedad clásica durante los siglos III al VI. El análisis está enfocado en dos direcciones: estética y social. Es decir, por un lado se analizan las aportaciones del cristianismo primitivo al universo artístico de la Antigüedad Tardía y, por otro lado, se intenta poner al descubierto las conexiones existentes entre el hecho social y el hecho artístico, en cuanto que aquel explica éste y éste nos muestra aquel.
Para empezar debemos partir de un hecho importante. El cristianismo es hijo del judaísmo, religión de profunda y arraigada tradición iconoclasta (fundamentada en la prohibición bíblica de la representación de imágenes, Ex. 20,4). Es curioso observar como judaísmo y cristianismo rompen con su pasado iconoclasta en un mismo momento histórico que se sitúa en los albores del siglo III.
En el judaísmo esa ruptura no tendrá continuidad, contrariamente a lo que sucede en el cristianismo que acabará creando una cultura artística propia, heredera de la tradición greco-romana, en la que no sólo se cambiarán las formas artísticas, sino también los contenidos y la función del arte.
La evolución que llevó de las pinturas de las catacumbas a las pinturas de las iglesias románicas fue lenta. Como dice Arnold Hauser “el cristianismo dio muy pronto respuesta a las preguntas que se hacia un mundo angustiado; pero para dar forma artística a esas respuestas tuvieron que trabajar muchas generaciones”. Esas generaciones son el elemento humano protagonista de este artículo. Los nombres de los artistas no los conocemos, como tampoco conocemos sus pensamientos concretos sobre el arte. El artista paleocristiano está todavía muy lejos del intelectual que veremos aparecer en el Renacimiento. En su posición social se asemeja más al artista medieval. Trabaja en talleres y sus motivaciones vienen impuestas por la demanda de la clientela. Aún así, sería absurdo derivar de esta situación de relativa limitación creativa, una carencia de sensibilidad artística, o, si se prefiere, de intencionalidad estética. Ahora bien, quizá sea cierto, como lo es durante toda la historia del Arte al menos hasta el Renacimiento y posiblemente hasta el siglo XIX, que en la época paleocristiana la opinión estética de la clientela pesara más que la propia voluntad del artista en el acto de la creación artística.
Este cambio en la actitud estética que se produce durante la Antigüedad Tardía sale a luz a través de textos poco claros, que centran su preocupación en problemas metafísicos. A la falta de interés por el arte que mostraban los primeros escritores cristianos, se une el menosprecio intelectual del que eran objeto los artistas, menosprecio, por otra parte, corriente en el mundo antiguo y que queda plasmado ejemplarmente en las palabras del cordobés Séneca: “adoramos las estatuas de los dioses y despreciamos a aquellos que las hicieron”.
El nuevo ideal estético que triunfará en la Antigüedad Tardía lo tenemos por primera vez expuesto en la obra del filósofo Alejandro Plotino, máximo exponente de la corriente neoplatonista que floreció en el s. III. Plotino reconoce en el arte, tal como lo concibe en vista de su contemplación de lo inteligible, la expresión de un conocimiento inmediato y total de la esencia de las cosas, del alma universal. Probablemente, los artistas paleocristianos no leyeron a Plotino, pero sí lo hicieron las autoridades eclesiásticas cuyos pensamientos e ideas sobre el arte siguen las directrices del camino abierto por Plotino. Plotino nos ofrece las grandes líneas de una explicación ideológica de las búsquedas que los artistas, empíricamente, habían comenzado en su tiempo y que prosiguieron sobre todo en los talleres cristianos durante los siglos últimos de la Antigüedad.
El gusto estético antiguo sufrió una larga evolución desde la concepción idealista de la naturaleza del clasicismo griego hasta la representación del alma universal, pasando por el realismo y el expresionismo (simbolismo). El arte de la Antigüedad tardía que trasciende la realidad concreta no pretende representar el alma individual, es decir, no tiene una visión subjetiva de la realidad, al contrario, el camino que abre el arte de la Antigüedad tardía y que quedará elaborado en su forma definitiva por el arte románico es el de la representación de la Verdad Trascendente, del alma universal. Así su progresiva evolución hacia la abstracción (que nunca será total) difiere radicalmente del proceso que ha vivido el arte contemporáneo. Para éste la abstracción es el símbolo de la subjetividad, del individualismo que ha generado la sociedad capitalista (individualismo que deriva hacia el aislamiento y el egoísmo). Por el contrario, el antinaturalismo (por llamarlo de alguna manera) que destila el arte paleocristiano tiene como meta la representación de esencias absolutas, conceptos de validez universal susceptibles de ser reducidos a modelos fácilmente reconocibles, punto éste que podríamos enlazar con el cambio de funcionalidad que se opera en el arte paleocristiano: su creciente papel como medio docente.
La época en la que se produjeron estas transformaciones coincide con el proceso de transición que une el mundo Antiguo al medieval. Por un lado nos encontramos con el gran edificio del Imperio, viejo y desgastado pero aún vivo, moviéndose gracias a la inercia que le proporciona su inmensa mole. Por el otro lado, las nuevas fuerzas que el propio Imperio ha engendrado y que viven en su seno. Estas nuevas fuerzas operan en varias direcciones y desde distintas posiciones, creando las contradicciones que darán lugar al nacimiento de la Edad Media.
A partir del siglo IV se hace cada vez más grande la separación entre Oriente y Occidente. Mientras aquél conseguirá salvar su territorio de los ataques germánicos, éste verá desaparecer, a mediados del s. V, la autoridad imperial. Las provincias romanas occidentales quedarán repartidas entre varios estados germánicos. La desaparición en Occidente de la autoridad imperial acelerará un proceso que ya desde mediados del s. III se estaba desarrollando: la creciente privatización de las funciones públicas en manos de una aristocracia latifundista que aprovechará la debilidad estatal para reforzar su poder sobre los hombres, mediante la creación de vínculos de dependencia personal. Las transformaciones no están limitadas al campo de las relaciones sociales, el sistema económico cambia. Se pasa de una “economía de mercado” mediterránea a una economía de autosuficiencia en la cual el excedente, cuando existe, no está destinado al intercambio comercial si no a alimentar una clase de terratenientes derrochadores y parásitos.
Uno de los aspectos más característicos de la Antigüedad tardía, y que a nosotros nos interesa especialmente, es la difusión y el triunfo del cristianismo. Éste pasa de ser una secta marginal y minoritaria a convertirse en religión oficial del Estado romano. Durante los dos primeros siglos de nuestra era la religión cristiana no es más que la religión de una minoría social mediocre, dentro de la cual encontramos algunos apologistas que, como Tertuliano o Minuncio Félix, intentan justificar su comportamiento a los ojos de las autoridades y de las élites cultivadas. El trabajo de estos apologistas consistió en despojar al cristianismo de los rasgos “revolucionarios” que habían caracterizado su origen judío. Ya desde San Pablo, el cristianismo irá adquiriendo un fondo filosófico griego y perdiendo progresivamente su inicial nacionalismo judío. San Pablo le dará al cristianismo pretensiones universales (católicas). El ideal de los cristianos del siglo III pondrá sus esperanzas no en este mundo, sino en el más allá, cosa que deja bien clara la iconografía cristiana de los siglos III y IV.
Así, la semilla plantada por los apologistas germina en el siglo III, siglo de importancia vital para la historia del cristianismo: la religión de Cristo penetra los medios cultivados y oficiales, resiste persecuciones violentas pero breves; se consolidan las bases del cada vez más rico patrimonio eclesiástico y la Iglesia, como institución y como autoridad pública, se organiza tomando como modelo la administración estatal.
Los avances del cristianismo en el siglo III se llevan a cabo fundamentalmente en el medio urbano y entre la clase media. Para Franz Cumont (Las religiones orientales y el paganismo romano), los predicadores cristianos aprovecharon muy bien la organizada red de comunicaciones del Imperio, el desencanto de la población ante un sistema de vida que se descomponía ante sus ojos, la crisis de los valores antiguos y la simiente plantada por los cultos orientales y las filosofías místicas, que se propagaron por todo el Imperio durante los siglo I y II, aunque habían tenido su primera gran difusión en la Grecia helenística. Según explica Claire Préaux en su libro El mundo helenístico”, aunque las ciudades continuaron ofreciendo la pompa de los cultos colectivos oficiales, las personas estaban más interesadas en un contacto personal con la divinidad, buscaban una salvación individual y deseaban creer en los milagros, especialmente en el más prestigioso, el milagro de esperanza que era la vida eterna, la vida más allá de la muerte. En las ciudades del Imperio de los siglo I y II existía una masa de gente necesitada de nuevas vías religiosas. La vieja religión clásica, suficiente para el mundo rural que la creó, pierde su sentido en esta nueva sociedad urbana que no deja de necesitar estímulos religiosos. Muchas religiones intentarán dar respuestas a este mundo angustiado, entre ellas destacan los cultos a Isis y, muy especialmente, el culto a Mitra, que competirá con el cristianismo por la hegemonía religiosa del Imperio pero que finalmente será derrotado.
Las causas del triunfo del cristianismo son complejas. Un análisis a fondo de las mismas debe tener en cuenta tanto la realidad social como las directrices mentales y psicológicas que actuaban sobre esta sociedad. Posiblemente una de las causas de su arrollador avance esté en su intransigencia frente a las otras religiones y en la imposición de la Iglesia como único instrumento de salvación. Durante el siglo III el ateísmo (tanto pagano como cristiano) quedará relegado, por un lado, a zonas rurales marginales que mantenían creencias ancestrales y, por otro lado, a una minoría culta que se encuentra en los medios universitarios de Oriente, donde los intelectuales, penetrados de tradiciones filosóficas griegas, son los más hostiles enemigos del cristianismo, especialmente a causa de su carácter dogmático e intransigente.
El siglo IV es el del triunfo de la Iglesia. La tan anhelada comunión con el Estado es confirmada por el edicto de Milán del 313, que le da libertad de culto; y por el edicto de Tesalónica del 380, promulgado por Teodosio y que convierte al cristianismo en la religión oficial y única aceptada del Imperio.
Coincidiendo con el establecimiento de la ortodoxia cristiana en el Concilio de Nicea del 325, se producen movimientos heréticos de gran envergadura. Las herejías tomaran tres caminos distintos. Por un lado estaban los cristianos con tendencias revolucionarias, entre los que se contaban los montanistas y los circumcelliones, cuya visión de Cristo (adopcionista) como hombre que es elevado al rango de un dios es interpretada por Eric Fromm como “una agresión del impulso inconsciente de hostilidad hacia el padre, que estaba presente en estas masas y se traduce en una violenta oposición al Estado y las jerarquías”.
El segundo camino herético, cuyo principal exponente sería el arrianismo, pretendía una sumisión del poder espiritual al poder temporal. Es decir, supeditaba la Iglesia al Estado. Esta herejía, si bien está emparentada con el montanismo en cuanto que diferencia la esencia de Dios y de Cristo, en definitiva lo que persigue es someter a la Iglesia, ante las pretensiones totalizadoras de ésta.
La tercera dirección herética viene representada por los gnósticos. Eran éstos los representantes de la clase media helenista pudientes, su peligro para la Iglesia consistía en que anticipaban un desarrollo que estaba llamado a continuar durante otros ciento cincuenta años. El gnosticismo fue combatido por la Iglesia, dado que anunciaba el secreto del advenimiento del futuro desarrollo cristiano antes de que la conciencia de las masas estuviera en condiciones de aceptarlo. Los gnósticos rechazaban el verdadero cambio colectivo y la redención de la humanidad y la substituían por un ideal individual de conocimiento. Su pensamiento suponía un rechazo de la redención colectiva y una afirmación de la estratificación de clases de la sociedad.
En el Concilio de Nicea del 325 se fija el nuevo dogma de Cristo. El elemento decisivo de este cambio consiste en abandonar la idea del hombre que se convierte en Dios y adoptar la del Dios que se convierte en hombre. Eric From ha explicado el significado social de este cambio de dogma. Según este autor, el nuevo dogma fue formulado y creado por la clase (o grupo) dirigente y sus representantes intelectuales, no por las masas. El cristianismo que adquirió el beneplácito del Estado fue una religión determinada a mantener las masas en un estado de obediencia y a conducirlas. La fórmula de la sumisión pasiva reemplazó a la hostilidad activa hacia el padre. La idea de que un hombre se convirtiera en un dios era símbolo de las activas tendencias agresivas y de hostilidad hacia el padre. La idea de que Dios se convirtiera en un hombre se transformó en un símbolo del lazo tierno y pasivo con el padre. El doliente Jesús del cristianismo primitivo se transforma en el Cristo salvador de la tercera centuria y, posteriormente, en el s. IV, en una figura regia y paternal. El arte paleocristiano ha dejado constancia de estos cambios.
Durante los siglos IV y V la divergencia religiosa entre Oriente y Occidente no cesa de aumentar. Por una parte, en Occidente el poder del emperador se ve dislocado y en Oriente es uno y continuo, pero por otra parte, debido a que la cristiandad oriental se ha desarrollado anteriormente, también el emperador se ha visto obligado a preocuparse de ella anteriormente, para buscar apoyo o para controlarla; y porque las querellas teológicas y las rivalidades entre el clero la dividen más, lo que hace más fácil la intervención del poder temporal, su arbitraje y el ejercicio de su autoridad. Mientras en Oriente el Estado pone trabas a la intervención pública de la Iglesia, en Occidente los poderes temporales de la Iglesia aumentan.
Cuando el poder imperial desaparezca por completo en Occidente (476, deposición de Rómulo Augústulo), sólo quedará la Iglesia como única autoridad común en las antiguas provincias occidentales, divididas ya entonces en varios reinos germánicos. A partir de ese momento, la figura del patriarca de Roma adquirirá mayor preponderancia y se convertirá en el interlocutor occidental del emperador bizantino. El juego político de las diferentes iglesias nacionales, será distinto según el reino que se trate. Así, por ejemplo, mientras en el reino franco la relación Iglesia-Estado acercará a éste al Papado, en el reino visigodo la conversión al catolicismo de Recaredo tendrá como consecuencia el distanciamiento entre la Iglesia hispánica y la sede romana.
En resumen, podemos decir que a partir del siglo V la Iglesia occidental ha culminado su proceso de afianzamiento. Su poder sobre tierras y hombres es inmenso, así como su riqueza. La legislación canónica se ocupará principalmente de la salvaguarda del patrimonio eclesiástico, el llamado “alimento de los pobres”. Encerrada en los monasterios y las sedes catedralicias quedará la herencia cultural antigua que será cribada y reelaborada en beneficio y función de la nueva doctrina. De estos centros de saber partirá la nueva ideología medieval, que supeditará el orden terrenal al orden celestial, la sociedad será dividida en tres órdenes: los que rezan (oratores), los que luchan (bellatores) y los que trabajan (laboratores).
En este mundo sometido al temor de Dios, la Iglesia monopolizará casi en su totalidad los medios de expresión. Durante toda la Edad Media el arte y la cultura estarán bajo el control absoluto del estamento eclesiástico.